jueves, 31 de marzo de 2011

Recuerdos del Expreso a Puerto Montt



José Bustos Barra


Era verano y los vagones estaban repletos de humanos felices que se hacían espacio entre los asientos, los pasillos, hasta en las escaleras de los carros. En la década de los 80's el servicio de Ferrocarriles del Estado daba sus últimos esterores, y en sus moles de fierro se vislumbraban atisbos de un pasado de gloria en el transporte terrestre. Esos todavía eran los años de recias y humeantes locomotoras que a la fuerza de sus calderas arrastraban decenas de vagones. Yo mismo fui testigo del cambio de una locomotora electrica por una a vapor en la estación de San Rosendo. En el recuerdo aun me impresiona la fuerza de aquellas máquinas, mezcla de humo y vapor, y el ruido de sus ruedas de fierro impacientes por aventurarse una y otra vez en los derroteros misteriosos del Sur de Chile.


Era la aventura casi sin alternativa para las familias obreras de aquellos años, y las proles numerosas lo asumíamos sin manifestar descontento, por el contrario, la felicidad de una jornada de varias horas de viaje no cabía en la gran cantidad de bolsos, mochilas y cajas que eran acomodadas en cualquier espacio en que cupieran.


El ambiente al interior de los carros de tercera clase era de lo más variado que podía encontrarse. Apilados y acomodados por todas partes los pasajeros se las arreglaban para hacer del viaje la mejor experiencia. Se mataba las horas jugando a los naipes, leyendo historietas, bebiendo disimuladamente un "copete" o cantando a voz en cuello los existos del rock latino de aquellos años.

Otra entretención la entregaban la gran cantidad de personajes que pululaban de estación en estación; vendedores-cantantes, cantantes-vendedores, improvisados músicos de rancheras provistos de un tarrito para recoger la propinas, doloridos mendicantes mutilados, repartidores de "malta, bilz, y pilsen" que afanaban haciendo acrobacias para esquivar a la concurrencia de ese "tour" familiar.

En los viajes en tren de aquellos años no había tiempo ni ánimo para dormir, todo era estar soñando despierto, como sacado de alguna película repleta de contenidos fantásticos, algún sueño siempre nuevo del que había que aprovechar de ser testigo.


Por la mañana, la luz penetraba de golpe por las ventanas y el aire dejaba de ser asfixiante para nuestros pulmones capitalinos. Los prados verdes, los bosques, los ríos refrescantes, todo se volvía repentinamente nuevo. El Sur entraba entero por las ventanas, y sus pueblos y ciudades de apacible fisonomía despertaban al paso del tren dando señales de humo de sus cocinas a leña.


La aventura ferroviaria con aroma proletario era vivida con intensidad inevitable. El Expreso a Puerto Montt fue el artifice de los mejores recuerdos que guardo de mi infancia, una bella aventura que aunque precaria dejó una huella indeleble en el niño que fui.

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